¿Existe un pacto entre Alberto Fernández y Cristina Fernández?

El pasado 1° de marzo, el presidente de la Nación, Alberto Fernández, inauguró el período legislativo en el Congreso de la Nación ante la mirada atenta de la oposición, que se mostró esperanzada en escuchar un discurso que dejara de lado rencores y planteara un camino de salida a la crisis que sufre la Argentina.

Lejos de ello, el presidente dedicó gran parte de su discurso en la asamblea a confrontar y reabrir viejas heridas. A contramano de la necesidad de diálogo y acuerdo que suele pregonar, nuevamente apostó a intensificar lo que se ha dado a conocer como “la grieta”. Y lo hizo en el mismísimo Congreso de la Nación.

Resulta importante señalar para los fines de este artículo que el discurso de Alberto Fernández ha sido interpretado por los medios de comunicación en general como un signo de su pérdida de independencia y autonomía vis a vis la vicepresidente de la Nación, Cristina Fernández. Muchos periodistas de indiscutida talla van más allá y sostienen incluso que el “albertismo murió” o “quedó trunco antes de nacer”.

Bien vale aclarar que el liderazgo y la influencia de la vicepresidente sobre este gobierno es público y notorio. Todos lo reconocen y nadie lo niega. Es, además, perfectamente entendible que así sea, teniendo en cuenta su pertenencia a la coalición de gobierno en su carácter de ex presidente y a un fenómeno (lamentablemente) muy común en la política argentina como es el mecanismo de transferencia de votos.

En el sistema presidencialista argentino suele ser ya moneda corriente que los presidentes salientes o ex presidentes todavía populares busquen colocar a un “delfín” cuando las circunstancias político-electorales no los favorecen. Este es lo que pasó en la última elección presidencial, cuando Cristina Fernández decide ungir como candidato a presidente a su ex jefe de gabinete, Alberto Fernández, para enfrentar en mejores condiciones al candidato del oficialismo, Mauricio Macri.

En este contexto, surgen una serie de interrogantes, como, por ejemplo: ¿existe acaso un pacto entre Cristina Fernández y Alberto Fernández, donde este último estaría siguiendo a rajatabla lo convenido? ¿representa la posición de Alberto Fernández en el gobierno una posición de sumisión a su vicepresidente, donde quien gobierna no sería, en realidad, el presidente de la Nación, sino su vicepresidente? ¿O lo que hay es simplemente un acercamiento voluntario del primero hacia ciertas políticas defendidas por la actual vicepresidente?

La idea de sumisión incondicional del presidente a la vicepresidente es falsa. La idea de pacto es, por su parte, endeble. Aunque vaya en contra del sentido común, hay algunas razones que lo explican. Considero que los puntos que siguen, aunque puedan parecer un poco “teóricos”, logran explicar con rigurosidad los sucesos políticos que están teniendo lugar en la Argentina:

1)Los procesos sociales y políticos tienen una particularidad: son contingentes e indeterminados. Es decir, no hay leyes del devenir histórico o determinismos sociales, sino, como mucho, ciertas tendencias que tienen lugar bajo contextos específicos. No existen eventos históricos predeterminados, tales como la “realización del espíritu universal” o “la etapa final del comunismo”, como creían Hegel y Marx, respectivamente. Es una de las premisas que defiendo en este artículo.

2)El presidente en el sistema político argentino goza de importantes poderes institucionales, algunos autónomos: una amplia discrecionalidad para poner en marcha medidas de política que no tengan el aval explícito del Congreso de la Nación y de los otros poderes de la república. Los poderes institucionales del presidente se acrecentaron con la última reforma a la Constitución Nacional en 1994.

Siguiendo el argumento, podría hacer alusión a los Decretos de Necesidad y Urgencia, a los Poderes de Emergencia (estado de sitio), legislación delegada por el Congreso al Presidente, al manejo discrecional de las fuerzas policiales, a su carácter de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, a su control de la burocracia pública (por medios de ministros que le responden directamente) y a sus poderes partidarios para enfilar y disciplinar al peronismo, lo mismo que a los gobernadores (en su gran mayoría peronistas y en muchos casos no afines a la vicepresidente).

3)La noción de sumisión incondicional es, por otra parte, improbable en un sistema presidencialista, donde las coaliciones electorales no necesariamente se traducen, por definición y de manera automática, en coaliciones de gobierno.

En este sentido, el sistema presidencialista funciona de manera diferente al régimen parlamentario, ya que en el primero, hay un gran margen de maniobra del presidente para, si así lo desea, actualizar, recomponer o realinear la coalición de gobierno sin la amenaza de que su gobierno caiga.

En otras palabras, si el presidente quisiese romper o tomar distancia de su vicepresidente (o al revés), podría perfectamente hacerlo. Si hasta el momento no lo hizo, no es porque políticamente no pueda o tengo temor de hacerlo, sino porque su cálculo político le indica hasta este momento la necesidad de no seguir esa vía. Cuestión de cálculo momentáneo o conveniencia política-electoral.

4)Por último, el jefe del partido mientras el peronismo gobierna es el propio presidente que ejerce un fuerte liderazgo hacia las bases. Distinta es la historia dentro del otro partido histórico que tiene la Argentina, el radicalismo (*), como así también dentro de otros partidos históricos de la región.

5)No existen actualmente poderes fácticos nacionales o grandes potencias internacionales capaces de ejercer una influencia determinante sobre la suerte y el destino del presidente de la Nación y su equipo. Me refiero principalmente a los militares y Estados Unidos.

Conocido es el papel determinante (no influyente, sino determinante) que los militares tuvieron en la formación y derrocamiento de gobiernos en los años ´60 del siglo pasado (tanto con Arturo Frondizi, José María Guido y Arturo Humberto Illia). Discutible es si Estados Unidos contó con un poder semejante en algún momento de la historia argentina. Personalmente me inclino por pensar que no, al menos en el sentido en que sí lo tuvieron en América Central y el Caribe.

El argumento de un pacto (previo a las elecciones) entre presidente y vicepresidente es endeble por lo siguiente:

1)Los protagonistas de la política suelen tener dos problemas: deben lidiar con información incompleta y con la dificultad de hacer cumplir los acuerdos. En el caso en cuestión, cuando Cristina Fernández elije a dedo a Alberto Fernández como candidato a presidente, además de reconocer su vulnerabilidad y sus propias debilidades, también estaba tomando una decisión de riesgo: apostar por alguien que la había criticado muy duramente en el pasado y con quien no coincidía en temas nada menores. La falta de información que guía el proceso de nominación, elección e investidura es considerable y deja el terreno abierto para cualquier desenlace.

2)Suponiendo que la realización de un pacto previo a las elecciones haya ocurrido, el problema a sortear es el siguiente: ¿cómo controlar y monitorear su cumplimiento? El lector rápidamente podrá darse cuenta que la idea de pacto en política tiene poco sentido aun cuando hipotéticamente existiese un ceremonial de esas características, ya que no existe ni existirá un tercero capaz de velar por su efectivo cumplimiento (al modo de un juez imparcial). En todo caso, lo correcto sería decir que, si bien podrían eventualmente existir (tácita o explícitamente), los pactos son de por sí frágiles y están sometidos a permanente tensión en todo momento. A continuación, presento las pruebas.

Casos internacionales

Para bajarle el precio a la idea de pacto, por un lado y de sumisión incondicional, por el otro, es necesario mencionar algunos casos interesantes que dan cuenta de la dificultad de ejercer en política el control y la supervisión:

Lenin Moreno y Rafael Correa (Ecuador): Lenin Moreno alcanza la presidencia de Ecuador con el apoyo explícito de su mentor político, Rafael Correa, luego de haber ocupado la vicepresidencia durante su primer mandato al frente de Ecuador (2007-2013). Este último postula como compañero de fórmula de Moreno a Jorge Glas, un aliado incondicional suyo.

Al poco tiempo de haber asumido, y habiendo sido electo con la promesa de seguir la línea de su antecesor, Lenin Moreno da un giro de 180°, pasa a mostrarse como un republicano (como un defensor de la división de poderes y la libre expresión) y denuncia el legado político y cultural de Rafael Correa. Se hace con el control mayoritario de su partido, Alianza País, otrora dominado por el correísmo.

Promediando su gestión, pacta con el Fondo Monetario Internacional nuevos préstamos para el Ecuador, a cambio de un paquete de medidas de austeridad (que incrementa los actos de protesta y las movilizaciones en las calles).

Al ser consultado sobre este giro, Lenin Moreno lo justifica con base en que desconocía el estado de las cuentas públicas y episodios de corrupción mientras él ocupaba la vicepresidencia. Su argumento es que durante ese período se ocupó de lleno en temas vinculados a su especialidad, la agenda vinculada a capacidades diferentes (**).

Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe (Colombia): como ministro de defensa del ex presidente Álvaro Uribe (un cargo sumamente relevante en ese país), Juan Manuel Santos implementó y llevó adelante la Política de Seguridad Democrática entre los años 2006 y 2009.

Allí se destacó por el éxito conseguido en su combate frontal contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC). Tan solo alcanza con mencionar que en ese período se dio de baja a importantes líderes de la hoy extinta guerrilla, como Raúl Reyes, alias “tirofijo”, y se produjo el rescate de Ingrid Betancourt, la rehén más famosa.

Todo esto se logró con la férrea cooperación de Estados Unidos, el ejército colombiano y de la mano de una política de incentivos materiales que actuaban como estímulo para la captura y eliminación de guerrilleros.

Como consecuencia de ello, y luego de fracasar el intento de Uribe para conseguir una nueva reelección, Juan Manuel Santos es elegido como candidato a presidente en representación del gobierno saliente.

Ya en el gobierno, Santos da un giro de 180° a su política de mano dura y busca un acercamiento con la guerrilla de las FARC, con el objetivo de explorar un acuerdo de paz. Ese acuerdo de paz se concreta finalmente unos años más tarde, lo que le vale el Premio Nobel de la Paz y el encono y enfrentamiento de su otrora mentor y jefe político, Álvaro Uribe, además de una parte significativa de la opinión pública colombiana.

Su política de acercamiento con las guerrillas tiene un nuevo capítulo con el Acuerdo de Paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que no logra finalmente llevar hasta sus últimas consecuencias.

Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde (Argentina): esta historia es mucho más familiar para los lectores. Siendo el primero gobernador de Santa Cruz, y luego de fracasar las gestiones del ex presidente Duhalde para llevar como candidatos a Carlos Reutemann y José Manuel De la Sota, el gobernador patagónico decide aceptar el ofrecimiento del presidente para ser candidato a asumir la primera magistratura.

En unas elecciones sumamente fragmentadas donde el peronismo va con tres candidatos, Kirchner sale segundo, a pocos puntos de diferencia del ex presidente conservador Carlos Saúl Menem (1989-1999). Con el apoyo del aparato bonaerense (decididamente volcado en favor del duhaldismo) y aupado por una imagen negativa muy alta del ex presidente Menem ante la sociedad, Kirchner se encamina a la victoria en segunda vuelta.

La victoria se consuma cuando Menem, frente a un escenario poco favorable a sus posibilidades, decide bajarse del ballotage y cederle el triunfo a Néstor Kirchner.

Ya en el poder, Kirchner decide cumplir su promesa electoral de mantener el rumbo económico del país: como señal inconfundible de sus intenciones, mantiene en el cargo al prestigioso ministro de economía de Duhalde, Roberto Lavagna.

No obstante ello, las rispideces y cruces entre el ex presidente Duhalde y su delfín no se hicieron esperar. Los intentos de Néstor Kirchner de ganar poder dentro del PJ sin importar los medios empleados, la intervención federal de la Provincia de Tucumán y el estilo caudillesco (y por momentos autoritario) de gobernar fueron detonantes de la fractura entre el duhaldismo y el kirchnerismo.

Esta fractura pasaría a convertirse en guerra abierta en 2005, en momentos en que la batalla electoral se hace presente en la Provincia de Buenos Aires, donde las dos esposas de ambos caudillos se miden frente a frente.

Unos años más tarde, una de ellas se presentaría como candidata a presidente con el apoyo de su marido para reforzar y ensanchar el legado del período 2003-2007. Me refiero a Cristina Fernández, quien pronto tomaría las riendas del gobierno y demostraría con el tiempo, sin titubeos, quién realmente gobierna (para bien o para mal).

Más que pacto, cooperación y lucha de poder

A la luz del análisis realizado hasta acá, se podría concluir que, tanto en política como, más generalmente en el juego social, prima el conflicto, la cooperación y una lucha perpetua por ganar espacios de poder a costa de otras fuerzas.

Se podría decir que solo bajo ciertos contextos muy específicos (por lo general, bajo contextos fuertemente autoritarios y/o intervención activa de potencias extranjeras) se da una lógica de sumisión, donde el presidente es títere de poderes fácticos o sectores ajenos a los intereses nacionales, perdiendo así toda autonomía e independencia.

En el caso argentino, al igual que en los casos de Colombia y Ecuador, lo que prima es la capacidad de influencia de ciertos sectores del gobierno por sobre otros, pero en ningún caso pierde el presidente o jefe de Estado el poder que le confiere la constitución y las leyes en cumplimiento de las tareas y funciones propias de un ejecutivo unipersonal.

Dicho en otras palabras, el gobierno no es uno, sino que está compuesto por diferentes sectores con intereses disímiles que buscan avanzar y hacerse de cuotas de poder a costa de los demás. Pero el presidente sí es uno y su autoridad como tal se mantiene intacta.

La conclusión es que si el presidente tiene y conserva el poder que le delegó momentáneamente el pueblo a través del voto, entonces es posible hacerlo responsable por los actos que decide en cumplimiento de la tarea para la cual fue elegido. Caso contrario, no sería posible juzgarlo por los hechos que transcurran durante su gestión, no habiendo entonces un mecanismo de rendición de cuentas efectivo a mano de los ciudadanos para castigar a sus representantes.

*Bajo gobiernos radicales, el poder dentro de la UCR se encontraba más disperso, siendo que el jefe del partido no necesariamente era el presidente de la Nación. Tanto en 1966, como en 2001, esta realidad salió a flote y fue evidente para todos los ciudadanos

**La entrevista en: https://www.youtube.com/watch?v=RMbEkjZRpY8

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